En 2011, ante un auditorio formado por profesores de enseñanza secundaria de la rama de ciencias, José María Seguí Simarro impartió una conferencia titulada «Panorama actual de la Biotecnología vegetal.» Expuso argumentos a favor y en contra de los transgénicos de un modo y con un peso parecido al reflejado en su libro «Biotecnología en el menú,» Cátedra de Divulgació de la Ciència, Universitat de València, 2013. «Tras la charla, una de las asistentes formuló en voz alta con un tono serio, contundente y seguro: «¿Podría Vd. decirme qué hacía y quién financiaba sus investigaciones en EE.UU.?» ¿Por qué haría la asistente esta pregunta tan personal y tan fuera de contexto? Quizás pensara que «si alguien viene aquí a defender los transgénicos, que todos los bienpensantes sabemos son malos, es que tiene algún inconfesable interés para hacerlo. El ponente debía estar vendido al «lado oscuro» y quería arrastrar al auditorio con él» [página 173].
La respuesta de Seguí Simarro fue que «estuvo trabajando en una universidad pública, que se nutre de fondos del Estado y de las matrículas que abonan los alumnos, y de ahí se pagaba su investigación. Además, el salario venía abonado íntegro por el NIH, el equivalente al Ministerio de Sanidad español. Se dedicó a estudiar cómo y por qué se dividen las células vegetales, lo que, hasta donde se sabe hoy en día, nada tiene que ver con la transgénesis. En ese momento a la asistente le cambió el rostro. No le satisfizo la respuesta. Se le notó que no era lo que esperaba. Siguió preguntando sobre otros temas pero con mucha menos seguridad en la voz» [páginas 172 y 173].
También nos cuenta que le ocurrió algo parecido al «conocido divulgador científico Félix Ares en otra charla. Al tocar el tema de las plantas transgénicas, preguntó a la audiencia si había alguien que no estuviera dispuesto a consumir transgénicos. Levantó la mano un muchacho, a quien el Prof. Ares preguntó por las razones de su negativa. El muchacho respondió: «¡Porque llevan genes!» No es de extrañar que si a alguien le bombardean con alegatos en contra del uso de genes en organismos transgénicos acabe desarrollando fobia génica. ¿Alguien le explicó a este muchacho que en cada una de sus millones de células tiene miles de genes?» [pág. 174].
Jose Miguel Mulet, autor de «Los productos naturales, ¡vaya timo!,» Colección ¡Vaya timo!, Laetoli, 2011, aparece citado en el libro de su colega Seguí Simarro: «¿Qué intereses mueven a algunos científicos que crean infundadas alarmas sociales con este tema? Podría ser que en algún caso fuera simplemente un interés crematístico o ansia de notoriedad de científicos que pretenden conseguir una relevancia que por su trabajo en el laboratorio no conseguirían. Así lo afirma al menos el científico valenciano José Miguel Mulet en una reciente entrevista» [pág 157].
«El analfabetismo científico de gran parte de los estratos sociales es un hecho a nivel mundial que puede tener, y de hecho ya está teniendo, graves consecuencias en la percepción del mundo tecnológico que nos rodea. Carl Sagan decía que «la mezcla de poder por el lado de la ciencia e ignorancia por parte de la sociedad que le da sustento es una mezcla explosiva altamente peligrosa e inconveniente» [páginas 116 y 117].
«Las emociones y los sentimientos, irracionales en la esencia, son uno de los principales motores de las personas. Resulta curioso ver que muchos de los que tienen esta visión idílica de los campos de cultivo, más parecida a un inmenso jardín del Edén que a lo que realmente son, no tienen muchos reparos en que se modifiquen genéticamente otros organismos para producir medicinas, o en que se construyan pantanos que alteran el curso de los ríos, o diques que impiden en movimiento natural del mar, o carreteras que cruzan y desforestan bosques y parques naturales, o túneles que atraviesan montañas, o incluso coches que todos los días contribuyen a alterar la composición natural de la atmósfera. Es decir, para algunos se puede alterar y manipular la naturaleza, siempre que no sea mediante transgénesis, porque la trasngénesis tiene algo especial. Algo que con datos objetivos no se sostiene, pero que al parecer sí tiene sentido desde un discurso emocional» [páginas 122 y 123].
«Es esencial hacer ver a la sociedad que cuando sale al campo y ve un precioso maizal, no está viendo «naturaleza salvaje en estado puro.» Es tan artificial como lo sería un maizal transgénico. Y lo mismo sucede con el resto de los cultivos que utilizan semilla híbrida. Lo importante no es que el cultivo sea transgénico, sino que tenga genes mejores la flora autóctona. De hecho, los cultivos comerciales están causando pérdida de la biodiversidad y erosión genética desde hace ya muchos años» [página 100].
«Todas las alertas alimentarias vegetales registradas por la EFSA han sido debidas a alimentos convencionales o ecológicos (que se supone son más sanos y seguros), nunca transgénicos [fuente]. El riguroso sistema de control y seguridad que exige la legislación a los transgénicos, pero no a los convencionales ni a los ecológicos, hace que los transgénicos sean los alimentos más seguros que jamás ha habido» [página 89].
Por supuesto, «no existe ningún ámbito de riesgo cero. Jamás. Toda actividad humana conlleva un cierto riesgo que ha de ser evaluado en función de los beneficios que tal actividad reporta. Hay numerosos productos naturales que incluyen peligrosas sustancias muragénicas o cancerígenas, como la pimienta negra, las setas comestibles, el apio o los frutos secos, y sin embargo, no los comemos sin miedo y sin percibir en absoluto el riesgo que su ingesta conlleva. ¿Por qué? Porque son naturales. Ningún conservante alimentario autorizado llega ni de lejos a ser tan peligroso como las bacterias u hongos que el conservante evita» [página 124].
«Biotecnología en el menú» es un complemento ideal a «Los productos naturales, ¡vaya timo!,» escrito con seriedad, repleto de referencias bibliográficas (muchas de ellas a artículos técnicos) nos presenta argumentos con rigor científico a favor y en contra de los transgénicos. Obviamente el equilibrio se decanta hacia los argumentos a favor, pues desde un punto de vista científico se trata de la única opción razonable.